Tariq Al-Farsi estaba de pie en el centro de su despacho, el amanecer de Nueva York pintaba su rostro con un tono grisáceo producto del insomnio. No había dormido.
El recuerdo del pergamino y de la leyenda se había incrustado en su mente como un fragmento de vidrio.
— Hori. Asha. Apep. — Fue nombrándolos lentamente, como si al pronunciar esos extraños y viejos nombres pudiera descifrar el enigma.
— La traición, vendrá de la envidia, de mi propia sangre. ¿Pero qué significa? ¿Es mi propia familia quien me va a traicionar? ¿Y qué razón justificaría una actuación semejante? — Por más que le daba vueltas en su cabeza no lograba entenderlo.
Golpeó la mesa de caoba con frustración, su primer sospechoso, el Senador Caldwell, era un hombre ambicioso que quería hundirlo. Él creía que Caldwell era el autor intelectual de todo lo que le había estado pasando y además su enemigo principal.
— Fue el Senador quien me chantajeó y es quien espera que utilice mi empresa para sus propias maquinaciones.