El mundo se disolvió en un caos de susurros y miradas. Tariq sostuvo a Eleanor con una fuerza desesperada, su rostro transformado por el miedo más puro que alguien jamás le hubiera visto. El Halcón, dueño de un control autoimpuesto, era ahora un hombre al borde del colapso.
— ¡Llama a mi coche! — le ordenó Tariq a su jefe de seguridad, su voz ronca y cortante, ignorando al Senador Caldwell y al resto de invitados.
En el viaje de regreso al penthouse, Eleanor recuperó la conciencia. Estaba tendida en el asiento trasero, la cabeza apoyada en el regazo de Tariq. Él la examinaba con ojos turbados, olvidando el impecable rigor de su careta.
— Fue el estrés — murmuró Tariq, más para convencerse a sí mismo que a ella. — El ayuno, la presión de Caldwell... — Pero su voz temblaba, y sus ojos, de un intenso verde esmeralda, evitaban los de ella.
Eleanor se incorporó y se tocó el pecho. Sintió el frío del oro, pero debajo, una quemadura palpable. Se miró la piel: el medallón había dejado una mar