El eco del arrastre de la cadena se había desvanecido en la oscuridad del túnel, pero el miedo de Elena no. La oscuridad era tan densa que su encendedor apenas lograba perforarla, proyectando sombras danzarinas que hacían parecer que las paredes de tierra y piedra se cerraban a su alrededor. El aire, húmedo y viciado, olía a moho, a óxido y a algo más, un hedor a podredumbre que se le aferraba a la garganta. La claustrofobia era casi insoportable, una mano invisible que le apretaba el pecho.
Avanzó con extrema cautela, cada paso un acto de valor. Sus pies resbalaban en el suelo húmedo, y el sonido del goteo del agua desde el techo del túnel se mezclaba con el latido frenético de su propio corazón. El túnel seguía retorciéndose, un laberinto subterráneo que parecía no tener fin.
De repente, el arra