El refugio de la Curia se sentía extrañamente silencioso. La ausencia de Visconti, quien había partido apresuradamente hacia el sur persiguiendo la pista falsa orquestada por Darío, había dejado un hueco en la vigilancia, un pequeño espacio de tiempo para Marco y Elena.
Marco había aprovechado el relevo de la guardia para realizar su ronda, y había traído consigo un té que se las había ingeniado para hacer fuerte y caliente, y un trozo de pan que guardaba aún el calor residual de un horno, un lujo casi olvidado en ese subsuelo.
Elena se había reclinado contra la pared, observando a Marco mientras él se sentaba, no como un guardia, sino como un compañero de celda, el simple acto de comer y beber juntos se sentía extrañamente normal.
— No has comido nada decente en días — dijo Elena, rompiendo el silencio con sus ojos fijos en la mano de Marco, que sostenía el pan con una fatiga visible.
Marco dio un sorbo a su taza de té, era amargo y fuerte, el único consuelo que le mantenía los ojos