La tensión dentro del auto era tan espesa que podría haberse cortado con un cuchillo.
Habían revertido el rumbo hacia Roma hacía veinte minutos, dejando atrás los Apeninos, el conductor, un hombre curtido llamado Tomas, manejaba con precisión militar, pero la sensación de que habían cometido un error monumental al regresar sobre sus pasos a Roma, se cernía sobre ellos.
Dario, con el portátil cerrado sobre sus rodillas, no dejaba de escanear la carretera con la vista, y Luciana, a su lado, había recuperado parte de su compostura, pero el leve temblor en sus manos la traicionaba con el miedo latente y el recuerdo fresco de la noche anterior.
Ella también miraba por la ventanilla, mientras sus ojos buscaban amenazas en el verde interminable de la Toscana.
El Cardenal Giubilei, sentado adelante, se mantenía mudo, su dilema moral, al aprobar el regreso al peligro, era evidente, pues su misión era proteger la Iglesia, pero ahora se había convertido en el cómplice de un ex agente y una fugit