La mañana había roto sobre Roma como un yunque caliente, pesada y opresiva, aunque el cielo permanecía despejado.
En su elegante oficina de mármol y nogal, Stefano Greco se paseaba con una lentitud que era más aterradora que cualquier arrebato.
Detrás de su escritorio, la Sub agente Verónica Moretti lo observaba con el corazón latiendo con fuerza contra sus costillas como un pájaro atrapado.
Había pasado la noche en vela, coordinando la excavación y la vigilancia, solo para fallar en encontrar cualquier signo del búnker o de sus ocupantes, y su mirada cansada y las bolsas oscuras bajo sus ojos siempre despiertos y bien maquillados gritaban a voces que su estado de nervios no era el mejor.
Estaba aterrada.
El silencio fue roto por el timbre discreto del teléfono seguro de Greco. Él lo atendió con un gesto perezoso, escuchando la voz al otro lado sin que sus ojos abandonaran a Verónica.
— Adelante.
Greco escuchó el reporte, y una sonrisa lenta y terrible se dibujó en sus labios, una más