La neblina matutina se aferraba a las torres de Luminaria como una memoria persistente. Bajo ese velo húmedo y silencioso, la ciudad parecía contener el aliento, como si supiera que el alba no traía solo luz, sino también revelaciones.
En el salón de los espejos, aún perfumado por las velas de lavanda encendidas durante la noche anterior, Amara caminaba descalza sobre las losas frías. Cada paso resonaba en la piedra, como si invocara ecos del porvenir. Su capa de seda caía con suavidad tras ella, dejando un rastro de sombra lunar. A su alrededor, los cristales encantados vibraban con una frecuencia imperceptible, recogiendo rumores de la tierra, avisos del aire, secretos traídos por el mar.
Un murmullo vibró junto al espejo occidental. Amara se detuvo. La superficie reflejaba no su imagen, sino la silueta oscura de una mujer: alta, delgada, con ojos de cobre y colmillos descubiertos. Una vampira. No una amiga. No una aliada.
—Kaelis —susurró Amara, su