La lluvia había cesado al amanecer, dejando tras de sí un olor fresco a tierra mojada y musgo. Los campos alrededor de la aldea del sur, recién integrada a la alianza, parecían respirar más tranquilos, como si las raíces mismas se hubieran relajado tras el ritual de fusión. Sin embargo, bajo esa aparente calma, Amara sentía el temblor de una advertencia que aún no tomaba forma. Algo se deslizaba entre las grietas del nuevo pacto… una sombra sin rostro, pero con dientes.
Desde la torre del templo renovado, Lykos divisaba el horizonte. Su silueta imponente, cubierta por una capa gris empapada, contrastaba con el paisaje reverdecido. La mirada de sus ojos rojos, que nunca perdían agudeza, se posaba ahora sobre un grupo de jinetes que se aproximaban desde el noroeste, portando estandartes rasgados que no pertenecían ni a las casas del sur ni a los clanes reconocidos.
—No son aliados —dijo en voz baja, más para sí que para la guardia junto a él—. Y no han venido a