El sol comenzaba a descender en el horizonte, tiñendo el cielo con pinceladas de oro y carmesí, mientras Eryon brincaba entre las piedras rúnicas del faro, su risa clara y ligera como el viento en las hojas. El olor a sal y a tierra mojada flotaba en el aire, mezclado con el aroma dulce del pan recién horneado que alguien dejaba enfriar en las calles cercanas. Los trinos de los pájaros se confundían con el rumor suave de las olas.
De repente, un relincho urgente rompió la calma, y un jinete llegó galopando con velocidad por el camino que serpenteaba hacia el faro. Su figura encapuchada y cubierta de polvo llamó la atención inmediata de Amara, que estaba cerca con Lykos, observando el atardecer desde la terraza del torreón.
—¡Una flota se aproxima desde el este! —gritó el vigía, jadeante, deteniendo el caballo con fuerza. Sus ojos, llenos de nerviosismo, reflejaban la luz del sol que agonizaba. —Banderas blancas, estandartes desconocidos... No llevan símbolos