El gran salón del faro, una antigua cámara abovedada con ventanales que daban al mar, rebosaba de luz y expectación. Allí, bajo los arcos de piedra que habían visto milenios, Amara se encontraba frente a una treintena de jóvenes vampíricos recién iniciados. El manuscrito del Oráculo, por fin incorporado al acervo de la guardiana, reposaba en un atril de ébano, sus páginas desplegadas con runas que latían con poder contenido.
Las antorchas encendidas proyectaban un resplandor tibio sobre las paredes cubiertas de inscripciones, testigos silenciosos de ritos milenarios. Amara alzó la voz, suave pero cargada de autoridad:—La verdadera magia nace del corazón y de la voluntad —declaró—. No la derrochéis en brillos vanos ni en conjuros egoístas. Cada línea de runa que tracéis debe llevar en su centro una intención noble: protección, sanación o comprensión.Los aprendices, con colmillos apenas asomados y ojos de un violeta intenso, empuñaban varitas de ónice y pe