La sala aún retenía el eco de su deseo. Las runas chisporroteaban suavemente, como si intentaran guardar para sí el secreto de lo que acababa de ocurrir, mientras la luz del faro titilaba con una cadencia más pausada. Afuera, la noche se había apaciguado: el murmullo distante del mar llegaba amortiguado, y el viento no golpeaba con violencia los ventanales, sino que susurraba como una caricia.
Amara respiraba profundamente contra el pecho de Lykos, dejando que el calor de su piel disipara el rastro de tensión que todavía la recorría. Sus labios estaban hinchados por los besos, su cuerpo aún temblaba de la urgencia con la que se habían buscado. Y, sin embargo, en ese instante lo único que sentía era calma. Una calma que rara vez conocía.
—Parece mentira —susurró, con los ojos cerrados—. Con todo lo que está pasando allá afuera..