La mañana siguiente llegó con un aire extraño, como si la ciudad se hubiese quedado suspendida entre la euforia de la victoria y el peso de lo inevitable. Luminaria olía a humo y hierro, a carne quemada y flores recién colocadas sobre los cuerpos caídos. El faro aún brillaba con fuerza, pero el resplandor que anoche había sido símbolo de esperanza, hoy parecía un recordatorio de lo frágil que seguía siendo todo.
En el gran salón de la fortaleza, las tres delegaciones —humanos, vampiros y lobunos— se reunieron con gesto severo. Los muros todavía estaban agrietados por la batalla, y sobre la mesa central se extendía un mapa manchado con sangre y ceniza.
Eryon estaba allí, sentado junto a su madre y su padre. Sus ojos de fuego repasaban cada rostro con desconfianza, como si intuyera que las grietas de la alianza podían abrirse en