El cuerno retumbó una tercera vez, largo y grave, y el eco se extendió por los muros de Luminaria como una ola de tensión invisible. La ciudad entera se detuvo, como si hasta el aire mismo contuviera la respiración.
En la plaza central, Amara estrechaba la mano de Lykos con fuerza. Sus dedos entrelazados eran un ancla en medio de la expectación creciente. Eryon, de pie junto a ellos, observaba con una mezcla de curiosidad y un nerviosismo mal disimulado.
—¿Quiénes son? —preguntó el niño, con la voz baja, como si temiera que el sonido rompiera el frágil equilibrio del momento.
Lykos frunció el ceño, sus ojos rojos encendidos con un brillo depredador.
—Aún no lo sé… pero vienen con un propósito claro. Ningún emisario toca nuestros límites sin anunciarse antes.
El murmullo del pueblo crecía. Los comerciantes cerraban apresuradamente sus puestos, las madres llamaban a sus hijos y los guerreros de la guardia local tomaban posiciones en los extremos de la plaza, atentos al horizonte norte.