El silencio que siguió a la derrota del alfa oscuro no trajo alivio inmediato. Era un silencio espeso, cargado de cenizas, polvo y sangre. El eco del rugido final de la criatura todavía vibraba en las paredes de la gruta, como si la misma tierra recordara el dolor de lo que había ocurrido.
Amara permanecía de rodillas, con Eryon dormido contra su pecho, su pequeño cuerpo aún irradiando el calor residual de la energía que había liberado. Cada respiración del niño era una oración cumplida, cada parpadeo un milagro que ella se repetía sin cesar. Había visto a demasiados seres perderse en la oscuridad al liberar poder sin medida, y que su hijo siguiera con vida era un regalo que no osaba cuestionar.
Lykos, ensangrentado, caminaba a pasos lentos alrededor de ellos, inspeccionando los restos de la criatura. Donde antes había una masa monstruosa de carne y sombras,