El amanecer llegó cubierto de un cielo plomizo, como si el firmamento aún dudara en otorgar la luz a la tierra. Entre los árboles, la neblina reptaba como un ejército silencioso, envolviendo los caminos que llevaban al corazón de la manada.
Amara abrió los ojos lentamente. La piedra fría de la mesa aún guardaba el recuerdo de la noche anterior, de los cuerpos enredados, del rugido y el gemido que habían reemplazado al eco de la asamblea. El calor de Lykos permanecía sobre su piel, como brasas invisibles.
Él dormía a su lado, apoyado contra la pared, con la respiración profunda y el gesto relajado, aunque incluso en sueños mantenía ese aire de fiera en guardia. Su brazo descansaba sobre la cintura de Amara, posesivo, firme, como si aún temiera que al despertar ella pudiera desvanecerse.
Por un instante, Amara se permitió observarlo en silencio. La crudeza de su rostro, la línea dura de la mandíbula, los labios entreabiertos donde se mezclaban la fiereza y la vulnerabilidad de un hombre