El eco del nombre prohibido aún flotaba en las bóvedas de piedra del Consejo, como si la sala misma se resistiera a soltarlo. Nadie se atrevía a pronunciarlo de nuevo, y sin embargo, en cada mirada, en cada murmullo, se sentía la vibración del miedo.
Amara permanecía erguida, con las manos enlazadas detrás de la espalda. Parecía tranquila, pero bajo esa máscara se agitaban corrientes peligrosas: la certeza de que habían abierto una grieta en un muro que llevaba siglos conteniendo más sombras de las que cualquiera estaba dispuesto a reconocer.
Lykos, en cambio, no ocultaba su impaciencia. Con los brazos cruzados y el ceño fruncido, observaba a los consejeros como si fueran presas que olfatear antes de decidir cuál desgarrar primero. Sus ojos rojos ardían, y más de un humano desvió la mirada por temor a encontrarse con ellos demasiado tiempo.
—Debemos votar —propuso al fin uno de los humanos, un noble de rostro anguloso y voz seca—. Si creemos en esta a