La noche había caído sobre Luminaria con un manto espeso de nubes, y aunque la luna roja se esforzaba por abrirse paso entre ellas, lo que lograba filtrar era apenas un resplandor débil, quebrado en jirones de luz. El aire olía a hierro y a humedad, como si la tormenta aguardara en la garganta del cielo antes de rugir.
Amara caminaba junto a Lykos por el patio en ruinas del antiguo monasterio donde habían establecido una nueva base temporal. Sus pasos resonaban sobre las piedras fracturadas, y cada eco parecía arrastrar consigo un susurro del pasado, un rumor de plegarias olvidadas. Los muros, ennegrecidos por el fuego y cubiertos de hiedra, se erguían como testigos mudos de la fragilidad del tiempo.
—No confío en la calma de esta noche —murmuró Amara, su voz baja, los labios tensos. Sus ojos violetas, encendidos por el reflejo de la luna, escrutaban los bordes oscuros del bosque.
—Ni yo —respondió Lykos, ajustándose la capa de viaje—. El silencio nunca ll