El cielo amaneció cubierto por un velo cristalino. Luminaria se desperezaba bajo un manto de escarcha, y los primeros rayos del sol arrancaban reflejos dorados de las tejas congeladas. Las luces rúnicas que decoraban la ciudad para la Fiesta del Alba aún titilaban como luciérnagas cansadas, negándose a extinguirse del todo.
Desde la cima del faro, Amara observaba la ciudad con los ojos entornados, envuelta en su capa ceremonial de terciopelo profundo y bordados con hilos de plata. Cada runa en el tejido tenía un significado ancestral: protección, claridad, alianza, sangre compartida.
En el patio central, Eryon corría descalzo por la nieve recién caída. Reía mientras un joven guardián lobuno, todavía en entrenamiento, intentaba alcanzarlo sin resbalar. El contraste entre la risa infantil y la solemnidad del frío envolvía la escena en una extraña