Había pasado un mes desde la noche en que todo cambió. El eco del tiroteo aún latía en las paredes del NewYork-Presbyterian Hospital, como un recuerdo visceral imposible de silenciar. Los días se repetían con una cadencia anestesiada. Las flores en la habitación de Evelyn se marchitaban más rápido de lo normal. Como si también ellas supieran que algo en esa habitación estaba suspendido entre la vida y la muerte.
Evelyn ya respiraba por sí sola. Pero sus párpados, pesados como el plomo, seguían cerrados. Su encefalograma mostraba actividad, sí… pero los médicos hablaban con frases que dolían más que cualquier