Esa misma noche, Olivia se preparó para una cena en el elegante con el gobernador, se miró en el espejo antes de salir. Llevaba un vestido negro de seda que caía como un suspiro sobre su cuerpo. No se maquilló demasiado. Solo lo justo para ocultar las ojeras y mostrar una versión de sí misma que no sentía real.
Miguel Santos llegó puntual. Como siempre. Con ese aire de hombre intocable, seguro, peligroso. Le ofreció su brazo, ella lo tomó. Frío al tacto, pero elegante. En el camino no hablaron mucho. Pero el silencio estaba cargado. Como si las palabras no se atrevieran a ser pronunciadas.
Las luces eran tenues, la mesa impecable: platos de porcelana blanca, copa de vino tintado y un ramito de tomillo fresco. Todo profesional, todo cuidadosamente estudiado. La invitación a ce