Mundo ficciónIniciar sesiónHelena Martínez es la heredera de uno de los imperios más poderosos de España, pero tras la misteriosa muerte de su madre y una serie de amenazas cada vez más violentas, su vida de lujo se ha convertido en una prisión de cristal. Cuando su padre contrata a Dante Salazar, un guardaespaldas con un pasado militar impecable (demasiado impecable), Helena siente que algo no encaja. Lo que ella no sabe es que Dante no está ahí para protegerla. Está ahí para destruirla. Contratado por un cliente anónimo sediento de venganza, Dante debe infiltrarse en su vida, ganarse su confianza y enamorarla... para después arrebatarle todo. El plan es perfecto. Pero hay un problema: con cada día que pasa, con cada mirada robada y cada roce accidental, la línea entre la misión y el deseo se vuelve peligrosamente borrosa. Mientras Helena lucha por descubrir quién quiere verla muerta, Dante batalla contra sus propios demonios y un secreto que podría destruirlos a ambos: él es un Salazar, hijo del hombre que su padre destruyó años atrás. Y cuando la verdad finalmente salga a la luz, ninguno de los dos estará preparado para las consecuencias. Porque algunas mentiras son tan perfectas que terminan convirtiéndose en la única verdad que importa.
Leer másHELENA
El vestido de seda roja se deslizaba sobre mi piel como agua líquida. Un Valentino de doscientos mil euros que papá había elegido personalmente. "Perfecto para la heredera de los Martínez", había dicho con esa sonrisa calculada que reservaba para las cámaras.
Respiré hondo frente al espejo. La mujer que me devolvía la mirada parecía segura, sofisticada, inalcanzable. Nadie adivinaría que bajo ese maquillaje impecable, mi corazón latía como un animal enjaulado.
Abrí el cajón de mi tocador y extraje el sobre que había llegado esa mañana. El tercero esta semana. Lo abrí con dedos temblorosos: una fotografía mía saliendo de yoga, con una equis roja sobre mi rostro. Al reverso, las mismas palabras escalofriantes: "La sangre Martínez tiene deudas pendientes".
Se lo mostré a mi padre hace dos semanas. Se rio. "Eres la hija de uno de los hombres más ricos de España, Helena. Si me preocupara por cada amenaza que recibimos, no podría dirigir un imperio." Luego añadió con ese tono condescendiente que tanto odiaba: "Desde que tu madre murió estás viendo fantasmas en todas partes."
Tal vez tenía razón. O tal vez no.
El Gran Hotel Palace resplandecía bajo las luces de Madrid. Fotógrafos, celebridades y la élite empresarial española se congregaban para la Gala Anual Martínez. Una farsa perfectamente orquestada donde mi padre lavaba su imagen donando migajas mientras brindaba con los políticos que habían enterrado sus casos de corrupción.
—¡Helena, cariño! —La voz de papá resonó por encima del murmullo—. Ven, quiero presentarte a alguien.
Crucé el salón con mi sonrisa ensayada. Sentía las miradas sobre mí: admiración, envidia, y algunas que me inquietaban profundamente.
—Te presento a Javier Mendoza, nuestro nuevo socio en el proyecto de Dubái.
—Un placer conocerla al fin, señorita Martínez —respondió Mendoza, un hombre de unos cincuenta años cuyos ojos se demoraron demasiado en mi escote—. Su padre habla maravillas de usted.
—Mi padre exagera —respondí con una sonrisa helada—. Disculpen.
Me alejé hacia el baño, sintiendo que me faltaba el aire. En el pasillo desierto, me apoyé contra la pared, cerrando los ojos.
Cuando los abrí, no estaba sola.
Un hombre me observaba desde el extremo del pasillo. Alto, vestido completamente de negro, con un físico que delataba entrenamiento militar. No era uno de los invitados. Su postura alerta lo identificaba como seguridad. Pero no era uno de los nuestros.
Nuestras miradas se cruzaron. Sus ojos oscuros e impenetrables me estudiaban con una intensidad que me erizó la piel. No había en ellos la deferencia habitual de los empleados, ni el deseo mal disimulado de tantos hombres. Era algo más frío. Más peligroso.
Un camarero apareció a mi lado ofreciéndome champán. Cuando volví a mirar, el hombre había desaparecido.
La gala transcurría como siempre: discursos vacíos, aplausos programados, donaciones ostentosas. Yo interpretaba mi papel a la perfección, pero no podía quitarme la sensación de estar siendo vigilada. Varias veces creí ver al hombre del pasillo entre las sombras.
Estaba conversando con una empresaria italiana cuando lo vi: un hombre de aspecto común se acercaba a mí con demasiada determinación, su mano dentro de la chaqueta. Los guardias estaban distraídos, demasiado lejos.
El pánico me paralizó.
Entonces, como una sombra materializada, apareció él. El hombre del pasillo se interpuso entre mi potencial agresor y yo con un movimiento tan fluido que apenas pude seguirlo. No hubo forcejeo, no hubo escándalo. Solo un intercambio de palabras en voz baja, y el desconocido retrocedió, desapareciendo entre la multitud.
Mi salvador se giró hacia mí. De cerca, era aún más imponente. Mandíbula cuadrada, cicatriz casi imperceptible sobre la ceja izquierda, y esos ojos que parecían conocer todos mis secretos.
—¿Está bien, señorita Martínez? —Su voz era grave, controlada, con un ligero acento que no pude identificar.
—¿Quién eres? —pregunté, mi voz apenas tembló—. No trabajas para nosotros.
Una casi sonrisa curvó sus labios.
—Desde esta noche, sí. Dante Salazar, su nuevo jefe de seguridad personal.
—No he solicitado...
—Su padre lo ha arreglado todo. Y después de lo que acaba de ocurrir, entenderá por qué es necesario.
Antes de que pudiera responder, papá apareció a mi lado, visiblemente alterado.
—Helena, nos vamos. Ahora.
En el coche, papá me explicó brevemente que había contratado a Dante Salazar, ex militar con credenciales impecables, para protegerme "hasta que pase esta mala racha".
Cuando llegamos a casa, me encerré en mi habitación y me despojé del vestido y la máscara social. Bajo el agua caliente de la ducha, intenté procesar todo. ¿Quién era ese hombre que había aparecido justo cuando lo necesitaba? ¿Por qué papá, que había desestimado mis preocupaciones durante semanas, había contratado repentinamente a un guardaespaldas?
El sonido de una notificación interrumpió mis pensamientos.
Envuelta en una bata, me acerqué a mi portátil. Un correo nuevo, sin remitente identificable, con un archivo adjunto.
Con el corazón acelerado, lo abrí.
Era una fotografía. De mí. Dormida en mi cama. Tomada hace apenas una hora, mientras estaba en la gala.
Sobre la imagen, una sola palabra en rojo brillante:
"INFILTRADO"
Mi sangre se congeló. Miré frenéticamente hacia las ventanas cerradas, hacia la puerta con llave. ¿Cómo era posible? ¿Quién había entrado en mi habitación?
Y entonces, con una claridad aterradora, lo comprendí.
Alguien ya estaba dentro. Alguien con acceso total a mi vida.
Con manos temblorosas, marqué el único número que se me ocurrió. El teléfono sonó dos veces antes de que contestara.
—¿Señorita Martínez? —La voz grave de Dante Salazar sonó alerta—. ¿Qué ocurre?
—Necesito... —mi voz se quebró—. Necesito que vengas. Ahora.
Un silencio breve.
—Estoy en la puerta de tu habitación. Abre.
El miedo me recorrió como electricidad. Él no debería estar aquí. No en mi planta. No frente a mi puerta.
—¿Cómo sabías dónde...?
—Abre la puerta, Helena. O la tiro abajo.
Con las piernas temblorosas, caminé hacia la puerta. Mi mano se posó sobre el picaporte.
Y mientras lo giraba lentamente, una pregunta martilleaba en mi mente:
¿Estaba dejando entrar a mi salvador... o a mi peor pesadilla?
HELENALas lágrimas no dejaban de caer. Me había encerrado en mi habitación, en mi cama, abrazando una almohada mientras el mundo se desmoronaba a mi alrededor.Dante Salazar. El hombre que había jurado protegerme era en realidad mi enemigo. Todo había sido una mentira elaborada: cada conversación, cada mirada, cada roce... ese beso.Especialmente ese beso.—Estúpida —me dije—. Estúpida, estúpida, estúpida.Un ruido abajo me hizo incorporarme. Pasos. Varios. Demasiados.Me quedé inmóvil, conteniendo la respiración.La mansión estaba en silencio. ¿Dónde estaban los guardias? ¿Dónde estaba el personal?Más pasos. Subiendo las escaleras.El pánico me golpeó como una ola. Corrí hacia la puerta para cerrarla con llave, pero la perilla giró antes de que pudiera alcanzarla.La puerta se abrió.Tres hombres entraron. Vestidos de negro, con pasamontañas, armados.Grité.Uno de ellos me agarró, cubriéndome la boca con una mano enguantada.—Silencio, señorita Martínez. O esto será mucho más dolo
DANTEEl hospital olía a desinfectante y miedo. Helena caminaba a mi lado con paso rápido, su rostro una máscara de preocupación contenida. Cada pocos segundos, nuestros brazos se rozaban, y cada vez era como recibir una descarga eléctrica.No debí besarla. Fue un error monumental. Pero cuando sus labios se encontraron con los míos, cuando su cuerpo se fundió contra el mío, todo mi entrenamiento, toda mi disciplina, se evaporó.Ahora todo era más complicado.—Habitación 304 —indicó una enfermera.Ricardo Martínez estaba consciente, con vendajes en el brazo izquierdo y un corte profundo en la frente. Dos guardias flanqueaban la puerta. Me reconocieron y nos dejaron pasar.—Papá —Helena corrió a su lado.—Estoy bien, princesa —dijo él, su voz rasposa—. Solo algunos cortes y moretones.—¿Qué pasó? —preguntó ella, tomando su mano.Los ojos de Ricardo se posaron en mí. Había algo en su mirada, una evaluación fría y calculadora.—Dejemos que tu guardaespaldas y yo hablemos a solas un moment
HELENAEl gimnasio privado de la mansión olía a cuero y sudor. Llevaba una hora golpeando el saco bajo la supervisión de Dante, y cada músculo de mi cuerpo gritaba por un descanso.—Otra vez —ordenó él, implacable—. Y esta vez, golpea como si tu vida dependiera de ello.—Estoy golpeando lo suficientemente fuerte —protesté, limpiándome el sudor de la frente.—No, no lo haces. Si alguien intentara atacarte, esos golpecitos no servirían de nada.Su tono me irritó. Lancé un puñetazo con toda mi fuerza. El saco apenas se movió.Dante suspiró, acercándose. Su cuerpo quedó tan cerca del mío que pude sentir su calor.—Tu postura está mal —murmuró cerca de mi oído, sus manos posándose en mis caderas—. Gira desde aquí. El poder viene de las piernas.Su contacto me quemaba a través de la ropa deportiva. Intenté concentrarme en el saco, pero solo podía pensar en sus dedos presionando mi piel, en su respiración contra mi nuca.—Inténtalo ahora.Esta vez, cuando golpeé, el saco se balanceó violenta
DANTELa puerta se abrió lentamente.Helena Martínez apareció en el umbral, envuelta en una bata de seda blanca, el cabello mojado cayendo sobre sus hombros. Sus ojos, normalmente fríos y calculadores, ahora brillaban con miedo puro.Hermosa y aterrada. Exactamente como la necesitaba.—¿Qué pasó? —pregunté, entrando a su habitación antes de que pudiera cambiar de opinión.Ella señaló la computadora con mano temblorosa. Me acerqué y vi la imagen en la pantalla. Helena dormida, fotografiada desde dentro de su propia habitación.Sentí una punzada de algo incómodo en el pecho. Yo no había tomado esa foto. Yo había enviado las amenazas anteriores, sí, pero esto... esto no era parte de mi plan.—¿Cuándo llegó? —pregunté, manteniendo mi tono profesional.—Hace diez minutos. Dante, alguien estuvo aquí. Alguien me fotografió mientras dormía.Se desplomó al borde de la cama, su respiración acelerándose. Reconocí los síntomas: ataque de pánico inminente.Me arrodillé frente a ella, tomando sus m
HELENAEl vestido de seda roja se deslizaba sobre mi piel como agua líquida. Un Valentino de doscientos mil euros que papá había elegido personalmente. "Perfecto para la heredera de los Martínez", había dicho con esa sonrisa calculada que reservaba para las cámaras.Respiré hondo frente al espejo. La mujer que me devolvía la mirada parecía segura, sofisticada, inalcanzable. Nadie adivinaría que bajo ese maquillaje impecable, mi corazón latía como un animal enjaulado.Abrí el cajón de mi tocador y extraje el sobre que había llegado esa mañana. El tercero esta semana. Lo abrí con dedos temblorosos: una fotografía mía saliendo de yoga, con una equis roja sobre mi rostro. Al reverso, las mismas palabras escalofriantes: "La sangre Martínez tiene deudas pendientes".Se lo mostré a mi padre hace dos semanas. Se rio. "Eres la hija de uno de los hombres más ricos de España, Helena. Si me preocupara por cada amenaza que recibimos, no podría dirigir un imperio." Luego añadió con ese tono condesc





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