En tres segundos, la noche trasmutó en una silueta seductora. Luna subió al auto negro con una elegancia que heló la sangre de Lucas, Elijah y los agentes que los seguían con sigilo. Las ruedas arrancaron y, en el espejo retrovisor, los focos de Manhattan se diluyeron hasta convertirse en un rojo distante.
La caravana avanzó por avenidas silenciosas, atravesando el puente hacia zonas donde el lujo se medía en portones de hierro y fuentes de mármol. El aire nocturno, denso y perfumado de pino, contrastaba con la tensión de la misión. Los agentes iban en dos vehículos: uno conteniendo a Luna en su vista, otro enfocado en el hombre que la esperaba, esa figura que se desdibujaba entre sombras, chaleco oscuro, aura poderosamente autoritaria.
El auto se adentró en un barrio de mansiones inaccesibles. El convoy de Lucas ralentizó. Las cámaras térmicas captaban presencia humana, pero las cámaras convencionales no podían franquear los muros. El escolta de Luna regresó la mirada y sus labios se