El silencio de la habitación del Mount Sinai Hospital era pesado, casi insoportable. Olivia observaba con el pecho comprimido cómo las máquinas respiratorias mantenían a Evelyn en un coma profundo. Cada pitido, cada sístole del monitor cardíaco era un recordatorio brutal de lo frágil que estaba la vida.
Los médicos decían que sus órganos vitales apenas resistían, que la bala había dejado cicatrices internas que ni la cirugía más precisa lograba reparar completamente. El pronóstico, reservado. Pero para Olivia, cada segundo sin ella era una agonía que le desgarraba el alma.
Las paredes del hospital parecían más frías que de costumbre. El silencio allí no era solo ausencia de sonido, era presencia de dolor contenido.