Cinco años. Ciento ochenta y dos semanas. Más de mil días desde que Olivia Walton había pisado el edificio de cristal donde su apellido aún brillaba sobre la fachada principal.
Y sin embargo, al atravesar la puerta giratoria, no sintió nostalgia. Sintió poder. El que había cultivado a punta de victorias internacionales, contratos millonarios y un nombre que ya no dependía de su linaje, sino de ella misma. Había cerrado contratos millonarios, liderado campañas jurídicas internacionales, y transformado su nombre en una marca.
La convocaron sin explicación. Una reunión extraordinaria de junta, presidida por la familia completa. Algo se estaba gestando.
—Bienvenida, señorita Walton —dijo la asistente de recepción, algo nerviosa, como si supiera que esa mañana la tierra iba a temblar.
—Bienvenida, señorita Walton —dijo la asistente de recepción, algo nerviosa, como si supiera que esa mañana la tierra iba a temblar.
Olivia caminó por el vestíbulo principal con paso firme, sus tacones resonaban como un tambor de guerra contra el mármol, su abrigo de diseñador caía sobre sus hombros como una capa de batalla. No llevaba escudo. No lo necesitaba. Llevaba su apellido tatuado en la lengua y el hielo en la mirada.
La sala de juntas de Walton & Macmillan estaba a rebosar. Toda la familia estaba allí. Los Macmillan, impecables, de pie como si fueran a una coronación. Los Walton, sentados con expresiones que oscilaban entre el orgullo forzado y la frustración contenida. Y en la cabecera de la mesa, como si fuera el dueño del universo, estaba él.
Liam Macmillan. Ya no era solo su antiguo rival de facultad. Era el nuevo CEO de la firma.
Cinco años no le habían quitado ni una pizca de arrogancia, pero sí le habían regalado algo más peligroso: control. Estaba más alto, más ancho de hombros, con ese tipo de presencia que hacía que el aire se espesara a su alrededor. Vestía un traje a medida, gris oscuro, con una discreta corbata negra. Pero no eran los detalles lo que la desarmó por dentro. Fue su mirada. La forma en la que se levantó al verla entrar. Sin sonreír. Sin hablar. Solo… mirándola.
Fría. Intensa. Despiadadamente masculina.
—Señorita Walton —dijo él finalmente, con una voz tan grave que pareció vibrar contra los cristales—. Qué honor tenerla de regreso.
El sarcasmo era sutil. Pero Olivia siempre había sido buena leyendo entre líneas.
—Señor Macmillan —respondió ella, alzando apenas una ceja—. El honor es todo suyo.
La tensión era palpable. Gélida. Afilada como un cuchillo. Pero debajo de esa capa de competitividad y orgullo, una corriente invisible comenzaba a bullir. Algo peligroso. Palpable.
Olivia se mantuvo firme, aunque por dentro sentía una sacudida. ¿Por qué nadie le había dicho que Liam ya había tomado el mando? ¿Por qué la convocaban justo ahora?
Me sorprende que se haya tomado una decisión tan... importante sin mi conocimiento. —dijo ella.
—Todos lo sabíamos. Tú estabas en Europa… con otras prioridades. — contestó Ethan Marshall, el siempre frío y calculador socio mayoritario.
—Mi prioridad siempre ha sido esta firma —replicó Olivia sin titubear, su voz afilada como una navaja.
Benjamín, hasta entonces el favorito para el cargo de CEO, apretó los dientes. Sus nudillos se tornaron blancos cuando golpeó levemente la mesa.
—¿Vamos a fingir que todo esto no es una farsa? —espetó—. El cargo debía ser discutido. Votado.
—Y fue votado —intervino Elijah Macmillan, tío de Liam, con voz grave y postura imponente—. Por los fundadores. Según los estatutos, eso basta.
El silencio se apoderó del lugar. Anthony Walton, el abuelo de Olivia, se mantuvo en silencio. Observaba a su nieta con una expresión que nadie lograba descifrar del todo. ¿Orgullo? ¿Culpa? ¿Pena? Nadie lo sabía. Isabella Walton, su abuela, evitaba mirar a su hijo Benjamín.
Charlotte Macmillan, elegante y firme, tenía las manos cruzadas sobre el regazo. James Macmillan, aún con el rostro endurecido por los años, se limitó a asentir.