Sophie lo vio acercarse desde el pasillo, impecable incluso sin la chaqueta, con la camisa blanca arremangada, el ceño fruncido y esa mirada que parecía capaz de ver más de lo que uno quería mostrar.
—Estoy bien —mintió, intentando recomponerse, aunque sus rodillas apenas respondían.
Damien se detuvo frente a ella. No dijo nada, pero su mirada bajó lentamente por su rostro enrojecido, el cuello húmedo de sudor, el leve temblor en sus dedos. Su mandíbula se tensó.
—No lo estás.
El tono no dejaba espacio para discusión. Sophie tragó saliva, la garganta seca, y apartó la vista hacia las ventanas como si la ciudad pudiera darle una salida.
—Solo es cansancio. El trabajo estuvo pesado y...
—No. —La cortó con firmeza, acercándose un paso más. Su voz sonaba baja, autoritaria, pero no dura—. Es fiebre.
La palabra la golpeó como una sentencia. Sophie quiso protestar, pero el calor que le recorría las venas, el mareo que hacía que todo a su alr