Las horas se volvieron difusas. El médico privado de Damien había estado allí hacía tiempo, dejando instrucciones claras. La fiebre debía bajar, de lo contrario, habría que llevarla a urgencias.
Ahora, la habitación estaba envuelta en penumbras. Solo una lámpara encendida en la esquina arrojaba un resplandor dorado, bañando la cama y dibujando sombras largas en la pared. Afuera, Manhattan vibraba con su murmullo distante, como un recordatorio de que el mundo seguía, indiferente a lo que ocurría en ese penthouse.
Damien estaba sentado junto a la cama, un vaso de agua en la mano, un paño húmedo en la otra. Cambiaba compresas, acomodaba la manta, vigilaba cada movimiento de Sophie con la concentración de un hombre que no estaba acostumbrado a perder el control. Pero lo había perdido. Aunque no lo admitiera, aunque no lo dijera en voz alta, lo estaba perdiendo con ella.
Sophie, abrió los ojos y lo encontró allí. No dormía. No delegaba en nadie. Ese hombre que podía