La tarde caía lentamente sobre la ciudad, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados que se filtraban por las ventanas de la camioneta de Maximiliano. Emma, sentada en el asiento trasero, abrazaba con fuerza un pequeño peluche que Ana Lucía le había ganado en una máquina de premios del restaurante. Tenía la sonrisa aún dibujada en los labios por el helado de chocolate y las bromas que su papá y Ana Lucía habían compartido durante el almuerzo. Su risa había sido libre, sincera. Su corazón pequeño, colmado de amor.
Pero al llegar a la mansión, el ambiente cambió.
La fachada de la casa, imponente y fría, parecía más sombría al atardecer. Apenas cruzaron el umbral principal, Catalina apareció en el recibidor, impecablemente vestida, con el cabello peinado y maquillaje perfecto, como si acabara de bajar de una portada de revista. Los tacones resonaban con sutileza en el mármol. Sonrió, pero sus ojos no brillaban. Había algo calculado en su expresión, una dulzura ensayada.
—Mi amor… —d