La tarde en la mansión Montenegro se sentía inusualmente silenciosa. Los rayos del sol se colaban por las ventanas altas, pintando la sala de estar con destellos dorados. Las paredes de mármol relucían con un brillo cálido, pero el ambiente era todo menos acogedor. Catalina estaba sentada en uno de los sillones del salón principal, hojeando una revista de moda con aparente desinterés, aunque su mente iba a mil por hora.
La puerta principal se abrió con un crujido suave y una figura alta, bien vestida y de paso firme apareció en el umbral. Era Francisco, el hermano de Catalina y tío de Emma. Llevaba un saco claro, sin corbata, con las mangas algo arremangadas. Su mirada barría el lugar con serenidad, pero sus ojos se iluminaron apenas vio a la pequeña corriendo hacia él.
—¡Tío Francisco! —gritó Emma, abrazándolo con fuerza alrededor de la cintura.
—¡Mi niña hermosa! —respondió él, agachándose para abrazarla y levantarla entre risas—. ¡Cuánto has crecido, Emma! ¿Por qué estás tan grande