El canto de las aves llenaba la serenidad del bosque mientras la suave brisa jugaba con las hojas altas de los árboles. Afuera de la cabaña, el día era perfecto: el sol se colaba entre las ramas con delicadeza, proyectando sombras danzantes sobre el césped húmedo. La tierra olía a naturaleza viva, a corteza y rocío, y el murmullo de un arroyo cercano aportaba una melodía casi mágica a la escena.
Después de haber desayunado y compartido una larga ducha juntos —entre risas, caricias, y palabras suaves—, Maximiliano y Ana Lucía salieron tomados de la mano. Caminaban descalzos por el sendero de piedra que rodeaba la cabaña, sus pasos lentos, como si no quisieran que el tiempo avanzara. Ella llevaba un vestido ligero, blanco, que se movía con la brisa, y él iba con una camisa de lino remangada y los pantalones algo sueltos, sin zapatos, como un niño que se había escapado del mundo.
—¿Y si nos quedamos otra noche? —preguntó él de pronto, rompiendo el silencio con una voz cargada de ilusión—