El sol del mediodía se filtraba a través del parabrisas del auto de Francisco, pintando destellos dorados sobre el tablero mientras él se acomodaba en el asiento del conductor. El motor ya estaba encendido, pero sus manos no se movían sobre el volante. Permanecía inmóvil, con los ojos fijos en el portón de la mansión que acababa de cruzar. El rostro serio, la mandíbula apretada, y en su interior una batalla comenzaba a hacerse insoportable.
Suspiró profundo, dejando que el aire le ardiera en el pecho.
—¿En qué demonios estamos convirtiendo esto...? —murmuró para sí.
Golpeó suavemente el volante con los nudillos, como si intentara despertarse de un mal sueño. Había planeado esa visita como un gesto de apoyo a Catalina, como una forma de mantenerse cerca de su sobrina y de aquel mundo de poder que siempre había seducido a su familia. Pero lo que encontró fue un ambiente enrarecido, una niña con la sonrisa fracturada y una madre obsesionada con destruir lo que no podía controlar.
Francis