El sol también se filtraba a través de los ventanales de la gran mansión Montenegro, bañando de luz cálida y dorada los amplios corredores silenciosos. El canto lejano de los pájaros y el zumbido suave de la brisa entre los árboles era lo único que se escuchaba fuera. Adentro, la quietud parecía inusual.
Emma abrió los ojos con lentitud. Parpadeó un par de veces, desorientada. No escuchaba los pasos suaves de Ana Lucía entrando con una sonrisa ni el sonido del agua en la ducha siendo preparada para ella. Se sentó en la cama, aún con el pijama de conejitos arrugado, y miró a su alrededor. La habitación, decorada en tonos suaves de rosa y marfil, parecía más grande de lo habitual sin la presencia familiar de Ana Lucía.
Bostezó y bajó de la cama, arrastrando su pequeño peluche de unicornio por el suelo pulido. Caminó descalza por el pasillo en dirección al cuarto de su madre, con la esperanza de encontrarla despierta. Se detuvo frente a la puerta de madera blanca, que esta vez estaba cer