El sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo de un ámbar dorado que bañaba la ciudad con una melancolía suave. El portón principal se abrió con un leve crujido metálico y el auto negro de Maximiliano se deslizó hacia el interior con discreción.
Aún le dolía la cabeza, pero ya no era por la resaca: era Ana Lucía lo que tenía alojado como un nudo bajo el esternón.
El motor se apagó con un suspiro. Bajó del auto con movimientos tensos, como si cada paso arrastrara algo más que su cuerpo. La camisa blanca estaba algo arrugada, los primeros botones desabrochados, y las mangas arremangadas le daban un aspecto más vulnerable que poderoso.
Entró por la puerta lateral de la mansión, esa que usaban cuando no querían hacer ruido. El mármol bajo sus pies reflejaba los últimos tonos cálidos del día, y el eco de sus pasos parecía multiplicar el silencio que envolvía la casa.
—¿Señor Maximiliano? —preguntó una de las empleadas al verlo entrar—. La señorita Ana está en el jardín con la niña. Están