La noche cayó sin pedir permiso, envolviendo la mansión en un manto de sombras suaves y silencios densos. Las luces tenues del pasillo apenas rompían la oscuridad, y los relojes parecían marcar el tiempo más lento de lo habitual.
Ana Lucía estaba sentada en el borde de la cama, con las manos entrelazadas sobre el regazo y la mirada perdida en el ventanal. Las cortinas ondeaban apenas con la brisa de junio, y más allá, el jardín se veía oscuro y quieto, como si también estuviera conteniendo el aliento. Su pecho dolía, no de una manera física, sino como duele un recuerdo mal cerrado. Como duelen las palabras que no debieron decirse, o las que nunca se dijeron.
Había dejado a Emma dormida después de leerle dos cuentos, aunque la niña se había quedado profundamente dormida antes de terminar el segundo. La inocencia con la que le había tomado la mano mientras cerraba los ojos le había quebrado el alma. ¿Cómo podía sostener el mundo de esa niña mientras el suyo propio tambaleaba?
—No me reg