El cielo aún estaba pintado de tonos suaves cuando Ana Lucía abrió los ojos. No había dormido mucho. Su cuerpo todavía recordaba cada caricia de la noche anterior, pero su corazón se sentía envuelto en una maraña de culpa y preguntas sin respuesta. Se sentó en la cama con lentitud, como si cada movimiento le pesara, y se obligó a respirar hondo.
Tenía que seguir. Al menos por Emma.
—¿Te gustan estas trenzas o quieres dos coletas? —preguntó Ana con una sonrisa cansada, mientras separaba el cabello sedoso de la niña en secciones ordenadas.
Emma, sentada en una banquita frente al tocador, la miraba a través del espejo.
—Trenzas… pero con moños rosas, ¿sí?
—Con moños rosas será —respondió Ana, anudando el lazo con delicadeza—. Estás preciosa.
Emma sonrió con orgullo, mirando su reflejo.
Ana aprovechó el momento para tomar su teléfono. Quería revisar la hora exacta para pedir el coche que las llevaría a las clases de baile. Pero una notificación le llamó la atención de inmediato: Mencionad