El beso que había comenzado como un roce apenas tembloroso se volvió hambre contenida. Los labios de Maximiliano se movían sobre los de Ana Lucía con urgencia, como si quisiera fundirse en ella, como si solo así pudiera calmar el caos que lo habitaba.
Ana intentó apartarse, un leve impulso de lucidez aún agitándose en su interior.
—Max… no —murmuró con la frente pegada a la suya, su respiración temblando entre ellos—. No deberíamos...
—No me alejes… por favor —suplicó él, con la voz rasgada, la mirada prendida a la de ella como un náufrago a la orilla.
Su mano subió hasta el rostro de Ana, acariciando su mejilla con la yema de los dedos, como si tocara algo sagrado. Y antes de que pudiera responder, él la sujetó suavemente por la cintura, y con un movimiento lento, pero decidido, la alzó sobre él.
Ana quedó sentada a horcajadas sobre su regazo, con sus manos apoyadas en sus hombros, el pecho agitado y la piel ardiendo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó, apenas con voz, entre sorprendida