El amanecer se filtró tímido por los ventanales del dormitorio de Maximiliano, dorando los bordes del dosel y tiñendo de ámbar las sábanas arrugadas. La luz, casi cómplice, se colaba entre los pliegues de las cortinas como si dudara si debía entrar. Una brisa leve movía apenas las hojas del olivo que se alzaba justo frente al balcón, y el canto de un ave solitaria rompía el silencio espeso de la mañana.
Maximiliano abrió los ojos lentamente, sintiendo el leve golpeteo del dolor en sus sienes. Se llevó una mano a la frente y soltó un gruñido ahogado.
—Dios… —murmuró, con la voz ronca por el alcohol y la madrugada.
Permaneció unos segundos inmóvil, con la mirada perdida en el techo, mientras la punzada del recuerdo le arañaba la conciencia. Había algo… una imagen vaga. El rostro de Ana Lucía, el calor de un cuerpo sobre el suyo… el sabor dulce y cálido de un beso inesperado.
Frunció el ceño.
“No… no puede ser”, pensó, sacudiendo la cabeza como si eso bastara para despejar la niebla. Se