Maximiliano estaba allí, de pie, apoyado contra el marco como si fuera lo único que lo mantenía en equilibrio. La luz del pasillo trazaba un halo sobre su silueta alta, y su camisa blanca, arrugada, colgaba abierta por el cuello. El saco no estaba, y los botones superiores habían desaparecido en algún momento de la noche.
Ana entrecerró los ojos. Había algo extraño en su postura.
—¿Se encuentra bien, señor Santillana? —preguntó, saliendo del cuarto y cerrando la puerta con suavidad tras ella.
Él alzó la mirada con esfuerzo, y una media sonrisa torcida se dibujó en su rostro.
—¿Siempre hablas tan bajito o es por la hora? —bromeó con voz grave, arrastrada.
Ana alzó una ceja, notando entonces el tenue olor a alcohol que emanaba de su aliento. Whisky, reconoció al instante.
—¿Está... borracho?
—No —respondió con lentitud—. Estoy... lo suficientemente lúcido como para saber que tú no deberías verte tan bien a estas horas.
Ella bufó una risa incrédula, intentando disimular el sonrojo que le