El domingo amaneció tibio y perfumado, con esa quietud que solo los días sin escuela sabían regalar. Una brisa cálida se colaba por los ventanales del ala sur de la mansión Santillana, moviendo las cortinas como si danzaran en cámara lenta. La luz del sol bañaba los pisos de mármol con reflejos dorados, y en la cocina, un aroma suave a vainilla comenzaba a instalarse tímidamente entre los muebles blancos y los estantes de madera clara.
Ana Lucía se ajustó el delantal con una sonrisa mientras Emma, subida en una pequeña banqueta, observaba los ingredientes sobre la encimera con ojos chispeantes.
—¿Lista para hacer magia pastelera? —preguntó Ana, sacando la mantequilla del refrigerador.
—¡Lista! —exclamó Emma, dando palmaditas entusiastas sobre la mesa—. ¡Vamos a hacer muchas galletas, Ana! ¡Y con chispas de chocolate como las de la otra vez!
—Entonces empecemos, chef Emma.
La cocina se convirtió en un universo aparte. Ana rompía los huevos con delicadeza mientras Emma medía la harina —