La tensión colgaba en el despacho como una lámpara antigua que nadie se atrevía a tocar. El aire se sentía espeso, cargado de los restos de una tormenta que aún no se iba del todo. Maximiliano permanecía de pie, con las manos en los bolsillos del pantalón, observando la puerta cerrarse tras Ana Lucía y Emma. Aún tenía el ceño fruncido, pero sus ojos brillaban con algo que no era precisamente enojo.
Mariela, aún cubierta de restos de harina en el cabello y la blusa, se acercó con paso firme. Cada tacón que golpeaba la alfombra lo hacía con más fuerza que el anterior.
—¿Vas a dejar que esa mujer me grite así? —espetó, con la voz aguda y los ojos encendidos—. ¿A mí? ¡A mí, Maximiliano! ¿Desde cuándo una don nadie tiene derecho a gritarle a la pareja del dueño de esta casa?
—¿Qué hacías en la cocina?
—Oí que esa... Estaba gritando y fui muy preocupada por Emma.
—¿Crees que alguien se atrevería a gritarle a mi hija? —La fulminó Maximiliano.
—Que carajos te pasa Maximiliano, te desconozco.