La tarde caía con lentitud sobre la ciudad, tiñendo de ámbar las paredes exteriores de la mansión Santillana. Un suave viento mecía las copas de los árboles del jardín, mientras los rayos del sol se filtraban entre las cortinas de lino claro que colgaban en las enormes ventanas del salón principal. El sonido de los pájaros que anidaban en las ramas cercanas se mezclaba con el murmullo lejano del tráfico, apenas perceptible en ese rincón de tranquilidad.
Ana Lucía, sentada en uno de los sillones del salón, hojeaba una carpeta de actividades escolares que la maestra de Emma le había entregado en la entrada del colegio. Tenía una taza de té entre las manos, aún tibia, que despedía un aroma reconfortante a menta y limón. Aún llevaba puesto su conjunto de tela suave color crema y una coleta baja que dejaba escapar mechones de cabello que se rizaban por la humedad de la tarde.
De pronto, la voz dulce de Emma rompió la quietud con una energía desbordante.
—¡Anaaaa! ¡Anaaa, mira lo que hice h