La luz acariciaba las superficies de madera con un brillo cálido, como si el tiempo se hubiese detenido en ese rincón del mundo. Ana Lucía rodeaba con ambas manos su taza de café, aún caliente, mientras sus ojos seguían el vaivén de Emma en los columpios del jardín. El sonido metálico de las cadenas y las risas de la niña llenaban el aire, entremezclándose con el aroma tenue a café tostado y canela que flotaba desde la barra.
Maximiliano la observaba desde el otro extremo de la mesa, sus manos entrelazadas sobre el mantel, inclinadas hacia adelante en una postura casi hipnótica. Sus ojos oscuros brillaban con determinación —o quizás con calculada precaución— mientras medía el instante preciso para lanzar su propuesta.
—He estado pensando —comenzó, con la voz profunda y medida, apenas superior al murmullo del restaurante—. Me gustaría que consideraras quedarte en la mansión mansión más tiempo. Quiero extender tu contrato de niñera.
El silencio se hizo más denso. El tintineo de una cuch