La tarde se había vuelto espesa, cargada de nubes que parecían aplastarse contra los techos de la ciudad. La mansión Santillana, altiva y silenciosa, se erguía en la colina como un animal herido que se negaba a mostrar debilidad. Tras los ventanales altos, las cortinas pesadas permanecían cerradas, ocultando un interior en penumbras donde el tiempo parecía haberse detenido.
Francisco llegó en auto. El motor se apagó con un último suspiro, y el hombre permaneció un instante dentro, con las manos apretadas sobre el volante. Respiró hondo. Sus ojos oscuros reflejaban la mezcla de determinación y tristeza que lo acompañaba desde que supo la sentencia. Finalmente, abrió la puerta, el chirrido metálico se mezcló con el silbido del viento frío de la colina, y avanzó hacia la entrada.
Golpeó la aldaba de hierro forjado. El sonido se expandió en la casa como un trueno lejano. Nadie respondió. Golpeó otra vez, más fuerte. Unos pasos pesados resonaron al otro lado, y la puerta se entreabrió con