Después del incidente en el colegio, un silencio extraño se apoderó de la mansión. Ni el canto lejano de los pájaros que solían posarse en las bugambilias del jardín lograba suavizar la sensación de tensión que flotaba en el aire. Maximiliano ya había decidido que no diría nada a Ana Lucía sobre lo ocurrido. No quería verla preocupada, ni mucho menos cargarla con el peso de una culpa que no le pertenecía.
En la habitación de Emma, la luz entraba filtrada por las cortinas blancas, dibujando ondas suaves en la alfombra color crema. Catalina estaba sentada en el borde de la cama, impecable como siempre, con un vestido de seda color marfil y ese perfume caro que inundaba cada rincón que pisaba. Tenía en las manos una pequeña caja envuelta con papel dorado y un lazo perfecto.
—Te traje algo, cariño —dijo Catalina con voz melosa, mientras se inclinaba hacia Emma y le extendía la caja—. Pero recuerda… las niñas educadas no discuten con otros niños, y mucho menos levantan la voz. Eso no es de