La mañana había cedido paso a un mediodía cálido, de esos en que el sol golpea con fuerza, pero el aire aún conserva un soplo fresco que acaricia la piel. Desde la ventana de la cocina de la mansión, Catalina observaba el jardín con una taza de té entre las manos. Sus labios, pintados de rojo intenso, dibujaban una línea recta. Llevaba un vestido de seda color marfil y un peinado impecable, pero sus ojos no transmitían calma. Era la mirada de alguien que calculaba cada paso antes de mover la ficha decisiva.
Sobre la mesa, una carpeta con hojas impresas reposaba abierta. Fotografías, recortes y notas escritas con su letra inclinada. Catalina pasaba las páginas despacio, como si acariciara un plan largamente madurado. Su objetivo no era destruir a Ana Lucía directamente; no, eso sería demasiado obvio. Lo que quería era arrancarle el afecto de Emma… hacer que la niña la rechazara por sí misma.
—Poco a poco, cariño —susurró para sí, bebiendo un sorbo de té—. Nadie sobrevive si le quitas l