La casa estaba envuelta en una calma engañosa. Desde la ventana de la habitación de Emma, la luz de la luna se filtraba tímida, bañando de plata las cortinas claras que se movían con la brisa nocturna. El suave murmullo de los árboles del jardín llegaba apagado, mezclándose con el lejano crujir de la madera de la casa que parecía respirar en silencio.
Ana Lucía estaba sentada al borde de la cama de Emma, ayudándola a ponerse su pijama de algodón color lavanda. El aroma dulce del jabón infantil aún se desprendía de su piel húmeda después del baño.
—¿Lista para dormir, princesa? —preguntó Ana Lucía, acomodándole una manta ligera sobre las piernas.
Emma asintió, abrazando con fuerza a su peluche favorito, un conejito blanco que ya empezaba a mostrar el desgaste de tantas noches compartidas. Ana le acarició el cabello húmedo, sintiendo la tibieza de su pequeña frente, y le dio un beso suave.
—Duerme bien, mi niña. Mañana te llevaré ese libro que tanto te gusta —susurró.
—Buenas noches, An