La mañana había llegado con un silencio espeso, casi antinatural. Aquel tipo de quietud que no era paz, sino tensión contenida, como si la mansión entera aguardara el estallido de una tormenta inminente.
Ana Lucía bajó temprano a la cocina. Vestía con sobriedad, el cabello recogido en una trenza sencilla que dejaba al descubierto el cansancio que le ensombrecía el rostro. Se sentó con las chicas del servicio, quienes intentaban disimular las miradas de preocupación al verla tan callada.
—¿Segura que no quiere algo más, Ana? —preguntó una de ellas, con voz dulce—. Apenas ha tocado el café.
—Estoy bien, nena, gracias —respondió ella con una sonrisa débil, mientras giraba distraída la cucharita en su taza.
El sonido del metal contra la porcelana parecía marcar los segundos como una cuenta regresiva. Afuera, los rayos del sol se colaban entre las hojas de los árboles, pero dentro, todo estaba cubierto por un velo opaco.
En el comedor principal, Emma comía en silencio, sentada junto a Cata