El sol había comenzado su descenso, tiñendo la mansión con un brillo dorado y cálido que contradecía la tensión que se respiraba en el aire. Maximiliano acababa de entrar a la habitación de Emma, el suave crujir de la madera bajo sus pies apenas audible. Miró a su hija, que dormía plácidamente, con su pequeño rostro lleno de tranquilidad. Se acercó con cautela y se inclinó sobre ella, plantando un beso suave sobre su frente.
—Te amo, princesa —susurró, mientras sus dedos acariciaban su cabello, sintiendo la suavidad de los mechones que caían sobre la almohada.
Emma murmuró algo en sueños, pero su padre sonrió al verla tan inocente, tan alejada de las complicaciones del mundo de los adultos. No quería pensar en lo que ella podría estar enfrentando en un futuro cercano. Se levantó, dándose media vuelta y dejando la habitación tan silenciosa como la encontró.
Mientras él se dirigía a su despacho, Ana Lucía subía las escaleras con pasos lentos, casi como si estuviera arrastrando todo el