La noche descendía sobre la mansión con la suavidad de un suspiro largo y sereno. Las luces cálidas del corredor principal se reflejaban en los cristales de las ventanas, lanzando destellos tenues sobre las paredes decoradas con cuadros de época y floreros de porcelana. Desde la habitación de Emma se filtraba una tenue luz, como un faro diminuto en medio de la penumbra creciente. Ana Lucía aún permanecía allí, sentada a un lado de la cama, cepillándole con delicadeza el cabello a la niña que ya estaba en pijama, mientras, el peluche inseparable, descansaba junto a su almohada.
—¿Te gustó el cuento que te conté? —preguntó Ana Lucía con una sonrisa cálida.
—Sí —respondió Emma en voz baja—. Pero me gusta más cuando tú lo cuentas. Papi siempre se salta partes.
Ana Lucía rió en silencio, con dulzura.
—Lo sé, a veces lo hace para que duermas más rápido.
Emma giró el rostro para mirarla con ojos curiosos.
—¿Tú te vas a quedar esta noche?
Antes de que Ana Lucía pudiera responder, se escucharo