La tarde empezaba a desvanecerse, fundiéndose lentamente con las sombras violetas del anochecer. En la casa de la abuela de Ana Lucía, el aire olía a jazmines y al café que se había preparado un rato antes. Los minutos pasaban lentos, casi como queriendo retener la calidez del momento.
Ana Lucía acomodó su bolso sobre el hombro y suspiró hondo. Su abuela, de rostro sereno, pero ojos preocupados, la miraba desde el marco de la puerta.
—¿Estás segura de que quieres volver esta misma noche? —preguntó con ternura, sus manos entrelazadas en el delantal.
—Sí, abuela —respondió Ana Lucía con una pequeña sonrisa—. No puedo dejar sola a Emma más tiempo.
La mujer asintió con dulzura y le acarició el rostro.
—Solo prométeme algo, Ana Lucía: que si alguna vez sientes miedo o si alguien llega a lastimarte, no importa quién sea… vuelvas aquí. Aquí siempre vas a tener un lugar, una cama caliente y brazos para protegerte.
—Lo prometo, abuela —dijo Ana Lucía con un nudo en la garganta.
—Y cuida tu cor