La noche había caído sobre la mansión Santillana como un velo espeso que sofocaba hasta los pensamientos. Desde los jardines ascendía el olor húmedo de la tierra regada, mezclado con el perfume penetrante del jazmín que trepaba por los muros de piedra. El viento apenas movía las copas de los cipreses, produciendo un susurro grave, como un secreto guardado en la oscuridad. Dentro, el comedor resplandecía con una falsa calidez: lámparas de cristal colgaban pesadas sobre la mesa interminable, donde los candelabros de plata proyectaban sombras titilantes que parecían figuras en movimiento.
Todo tenía la perfección de un cuadro: los manteles de lino impecable, la vajilla de porcelana delicadamente dispuesta, las copas altas donde el vino reposaba como un rubí líquido. Pero bastaba con fijarse en los ojos de Emma para comprender que aquella perfección no era más que un decorado frágil.
La niña estaba junto a Maximiliano, el tenedor colgado entre sus dedos delgados, empujando el puré con mov